Una arcada te sacude de palabras nunca dichas. Las que dijiste, sin embargo, son cuchillos que te apuntan. No conoces valentía sin precio, quedaste eternamente encerrada en el remordimiento. Por favor, no digas nada, no recuerdes lo que has hecho.
Las entrañas te escalan la garganta y vomitas números primos que te cuentan que la soga siempre estuvo enredada en tu tobillo. Del fondo proviene una risa estridente y sucia y recuerdas cada vez que sería pero no era. Esta vez tampoco iba a ser. Puedes recoger los dados.
En el silencio de la noche la oscuridad te es revelada, la sucesión de imágenes te atrapa y lees los nombres de los rostros que ante ti desfilan, comprendes el rencor en sus ojos y sin embargo son todos puros, inocentes, pero ineludiblemente corrompidos por tus dedos. Demasiada torpeza para contener tanto veneno. Te lloran los ojos, se te pegan a las mejillas las confidencias declaradas hace tiempo. No te queda nada dentro, has escupido todos los errores que creíste aprendidos y resueltos.
Recoges del suelo tu abrigo de egoísmo y observas que las empuñaduras de los cuchillos están en tus manos. Comprendes, como si fuera la primera vez, que tu forma de caminar desgarra las cortinas, que en ellas hay sangre y no es toda tuya, que hay cuerpos quejumbrosos detrás, que lo has vuelto a hacer, que no has dejado de hacerlo, que los filos de acero miran a todas direcciones y tú eres el único punto de fuga. Que la defensa propia siempre fue a la vez ataque.
Por favor, no me escuches. Fíngeme muerta y circula, sólo soy un atropello que estaba cortando el tráfico. Pero dime, ¿fui la víctima? ¿Yazco en el asfalto? ¿O he vuelto a huir con la evidencia en las manos?
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