Murió mi pegaso un otoño de gélido viento y hojas secas. Sus blancas patas se derriten, sus plumas por el cielo se alejan, en las nubes sus carreras se pierden, suspendida su alegría queda. Murió mi pegaso y con él los años de dulce inocencia. Se paró el tiempo, siguió el viento, se abrió en mi pecho una brecha que, alimentada por ti, creció profunda de ausencias. No recuerdo si fue un tropiezo o uno detrás de otro lo que causó el fin de su existencia. Yace con los ojos vacíos, el cuerpo dormido y la boca abierta. No hubo más campos de maíz, bajo su cadáver se desmoronó la tierra. No más prados infinitos que recorrer sin riendas. No hubo más rosas rosas de más, se acabaron las mentiras y vinieron nuevas. Y con ellas una joven yegua de castaña crin que le caía en cascada, tan larga que le escondía los ojos y le anulaba la mirada, llevándola a bandazos y llevándome, cegada, entre luces y colores que de más brillaban. Esotéricos paisajes, perturbada el alma que de flores dolores hizo y ante ello enloqueció y me volcó, alienada. Y escapó, desbocada. Murió mi yegua un verano entre flores desangrada.

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