He acudido a su llamada, como siempre, en la roca de siempre, las coordenadas de siempre. Las piernas me brillan, como siempre, en un baño de colores psicodélicos que no me ayudan a olvidar las escamas. Se están desprendiendo algunas, tal vez por eso no viene. Recojo con el dedo una sustancia viscosa que me mana de la piel, se me pega a los dedos como una fina capa de resina amarillenta, la acerco a mis labios. Desprende un aroma más intenso que de costumbre, tal vez por eso no viene. Trato de divisarla en el horizonte, quizás acompañando su cola de anfibio el movimiento de las olas. Pero hoy no hay olas. El agua es tan blanca que no se distingue la espuma en la orilla.

Ha habido una terrible sacudida en las profundidades, un relevo de descargas que embraveció el mar hasta dejarlo inusitadamente aplacado para recibirme. Por eso los cadáveres de los peces flotan por todas partes. Aún continúan emergiendo en la infinita superficie lechosa cuando veo aparecer su pelo como otro pez muerto. Luego se sumerge y dejo de verlo. Intento adherir las escamas sueltas a mi piel, no me gustaría recibirla de esta forma.

Oigo mi propia respiración que me molesta y trato de acallarla escondiendo con las manos las brechas de mis costillas. Las noto en mis dedos, como si quisieran absorberlos desesperadamente cuando se abren y llenándolos de un calinoso aliento cuando se cierran. Su pelo aflora ante mí brillando al sol como papel de plata. Le siguen sus ojos y un susurro uniforme y constante, pero no es ella quien me habla sino el mar. Ella nunca habla. No le gusta que las palabras ensucien el silencio porque sin el vacío ella tampoco existiría, la nada es el principio básico de su existencia y me llama para compartirla conmigo. Ha advertido mis piernas descamadas, pero no me juzgará; se limitará, como siempre, a flotar, a compartir su nada, a recordarme que la necesito y a llevarme con ella. A veces canta pero no conmigo, porque a mí ya me tiene, y sabe que la espero como no espero ninguna otra cosa.

El murmullo del mar atrae a un búho albino con dos océanos de sangre por ojos que se posa en el agua como si esta no fuera más que un bloque de cemento. La presencia del búho a plena luz del día suele incomodar a los transeúntes, lo atribuyen a un fallo del universo y por eso fingen no verlo, pero todos saben de su existencia aunque jamás se atrevan a admitirla. Para mí él es lo único suficientemente real. Me deja mirarle a los ojos y me cuenta verdades. Esta vez sus pupilas galvánicas desvanecen todo lo que hay a mi alrededor como si un virus informático se hubiese colado en el mundo y estuviera tragándose el escenario, y en medio de la oscuridad me veo crucificada y blanca y muerta, con una hilera de murciélagos que duermen colgando de mis brazos extendidos. Vuelve el decorado blanco -muerto-, con su mar blanco y su búho blanco, Ella lo coge entre sus manos y me lo ofrece, sabe que mis escamas se pudren.

El animal echa a volar cuando le arranco una pluma y se pierde en el horizonte como si nunca hubiera existido, y por primera vez me planteo esa posibilidad, velada por el deseo de que yo fuera su única misión. El búho nació del mar para regalarme una pluma, sólo así puedo comprender mi importancia y dejar de ser la pieza defectuosa del puzzle. Ella también me regala uno de sus cabellos plateados, es su forma de pedirme que huya con ella de las palabras y de todo lo que implique llenar un vacío. Mis costillas abiertas siguen alimentándose del aire mediante contracciones cada vez más largas, como si conocieran su destino y vaticinaran el fin de todas las cosas, y puedo notar sobre mí una mirada de aprobación cuando empiezo a coserlas con la pluma albina y el cabello de plata. Escucho la sangre brotar y deslizarse por mi piel, suena como una uña arañando una pizarra, pero no siento dolor. El dolor sería absurdo ahora. Cada puntada me deja caer una losa en los pulmones, la atmósfera empieza a parpadear esporádicamente, otro fallo del universo, y en cada parpadeo floto en un manto eterno de estrellas suspendidas.

El mar es una mano de interminables dedos que me señalan mientras acarician la arena, eligiéndome, reclamándome, pidiéndome que me deje llevar hasta las aguas abisales, como todos sus peces muertos, y yo debo obedecer. Mis escamas son ya tan rojas como mis branquias suturadas, que ya no se contraen sino que parecen convulsionar, y ya no sé si estoy en las rocas o en la brecha espacio temporal de estrellas. Sólo puedo verla a Ella sumergiéndome en el agua, y me pregunto si era yo quien la invocaba en vez de acudir a su llamada, pero nada de eso importa porque hoy me voy con ella, porque siempre he sido suya, del mar, como todos los peces.

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