El viento se me cuela entre los dedos de los pies. Me concentro en las caricias de esa pluma invisible que me arrastra en cuerpo y alma hacia el mar. Respiro. La palidez de mi piel es más patente que nunca; pareciera mi cuerpo recortado y pegado sobre un lienzo de azules. Me siento poderoso. En calma. Quién iba a decirme que la mejor forma de rozar la paz sería sentarme al borde de un acantilado.

Julia apareció por primera vez en mis sueños hace dos otoños. Desde entonces he visto cada noche sus ojos acaramelados y su trenza hasta la cintura, me ha visitado su alma siendo siempre fiel a la misma forma, al mismo vestido negro del que una vez se encaprichó.

Cuando no estoy dormido, convive conmigo un monstruo. Me despierta enredándome entre sus tentáculos hasta que siento el colchón tirar de mi pecho, como si un agujero negro debajo de mi cama intentara engullirme. Pero el verdadero famélico está sobre mí. Me muerde el estómago y la ropa, y si logro levantarme se encarama sobre mi espalda y me acompaña a todas partes como un leal verdugo. Escupe bilis sobre mi comida, llora con desconsolados lamentos muy cerca de mi oído y se enfada si oriento mis pasos hacia otro sentido que no sea mi autodestrucción. A pesar de como pueda sonar, él me tolera, y yo le tolero. Firmamos el ecuánime pacto en el que él se alimenta de mí y yo trato de morir despacio.

A veces me mira fijamente con sus tres cuencas vacías y sobre su cabeza flotan las palabras que nunca me atrevo a pronunciar. Si está de buen humor, me acompaña a la calle, su piel se transluce ligeramente como el ala de una mariposa y puedo ver a través de ella finas venas azules; si está de mal humor, mis únicas salidas se reducen al mismo sitio, a la misma hora, con la misma mujer. Ella dice que todo pasa, que el monstruo desaparecerá un día, que yo puedo matarlo, pero cuando salgo de la consulta su vil risa resuena desgarradora entre mis oídos como si cientos de cristales aguzados se me clavaran en cada esperanza.

Cuando estoy con Julia, él se va. Ella me agarra suavemente de las manos y me dice que pertenezo a su mundo, sin cejar en su intento de convencerme noche tras noche de que no existe otro sueño que la pesadilla del día. Mi Julia, cómo desearía que así fuera. Sin embargo, tu vestido es siempre el mismo, el cielo siempre está despejado y las golondrinas nunca alteran el rumbo de su vuelo por encima de nosotros. No podría creerte aunque quisiera, y no hay cosa que quiera más.

Pero ya nunca es de noche. Por el día estoy despierto y con la luna Julia me trae el sol. He dejado de recordar cuándo me voy a dormir, simplemente camino entre un mundo y el otro, deshilachando el cordel que los une y que por tanto los separa, refugiándome entre los brazos de Julia y sintiendo su piel real, a cambio de un intangible vacío en la gente que, al otro lado, me pide que confíe. Tal vez tenga algo que ver que la cadena que me ataba con falsa calidez a la vida ha decidido irse a formar una familia, tal vez me he vuelto loco, tal vez son ahora míos los ojos ciegos que ya no me dejan discernir, comprender los límites, pero sé que la mayor parte de mi ser corpóreo pertenece a uno solo de los mundos, y he decidido a cuál.

Así que espérame, Julia, porque el viento se me cuela entre los dedos de los pies y es cuestión de tiempo. Concédeme que retrase unos segundos más nuestro dulce encuentro, permíteme admirar cómo la piel de este monstruo plañidero pierde su tinte despacio, mientras él se aferra a mis piernas intentando evitarlo sin éxito y déjame disfrutar un último instante de abandonar todo esto. Déjame disfrutar del lamento que se desvanece y deja en su lugar el quebrar de las olas contra las rocas, dame la mano que salto y deja que el mar borre las huellas del impacto, que me arrope con su alba espuma y me acune a la deriva hasta que seamos uno solo. No apartes de mí tu mirada porque eres tú quien me empuja y antes de vernos recuerda estas palabras, que por vez primera no flotan; confieso que sé. Que no me convenciste de tu existencia, que te reconozco como invención propia, creación de una mente desesperada pero no enferma, porque no es esto un acto descabellado ni privado de lucidez, sino el más cuerdo de mis movimientos, mi jaque mate, y tú, aunque ficticia, mi reina.

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