Hace frío o tengo frío. Hay una puerta abierta que hoy debo atravesar, el otro lado se desdibuja en verdinas formas opacas que bailan en silencio de la mano de una luz caprichosa. No sé si es entrada o si es salida, sólo sé que es lo único, que no me acecha, que no se cierne sobre mí con hechura dominante, terrorífica, oscura. Las paredes grises me roban el aire, irracionales usureras, mientras me desinflo por dentro y me vacío de sangre por fuera. Creo que puedo llegar si me arrastro.

La puerta que cruzo resulta inexistente y lo que antes me oprimía ahora me deja respirar. Me hallo en el medio de un prado de color cambiante que a veces es bosque domado y a veces selva, y el olor de la frescura me acaricia con el viento. Las hebras de hierba danzan junto a mis mejillas, no recuerdo haberme tumbado. Permanezco quieta un minuto o una hora, casi se me olvida la sangre.

Hace frío y ya no tengo. Rayos de oro aguijonean las copas de los árboles, salpican el suelo, me ciegan un solo ojo. Todo duele. Tengo arena en el pelo enredado y barro en los codos, una avispa se me posa en el ombligo, pasea por mi vientre, estoy desnuda. Escucho su zumbido pero no me hace cosquillas. Un deseo nostálgico, el anhelo de sentir, me crece como un tumor dentro del pecho, y lo siento. Siento la visión borrosa y las formas se tornan veladas a mi alrededor, siento un delgado sendero húmedo a lo largo de mi mejilla. Supongo que lloro. Siento en el agua de mis ojeras un cambio en la dirección del viento. Siento el aire teñirse de una suave calidez que me vence gradualmente y de pronto no sé si me estoy durmiendo o me estoy muriendo. Lo siento.

Un impulso desconocido me incita a mirar a la lejanía, donde el sol se parte y se deja invadir por la tierra, y advierto una silueta que quiebra la armonía del resplandor que ocupa casi toda mi perspectiva. Primero es una figura estática, después la equivocación se hace evidente ante mis ojos y advierto que, aunque despacio, se mueve. Más concretamente, se acerca. Pero su movimiento es sutil, casi inapreciable, saliendo de entre la luz que parece tragárselo y permitiéndome definir las lindes de su cuerpo. Una gran cornamenta se recorta a contraluz y, embriagada por la brisa aterciopelada, no lo encuentro amenazante sino bello. Pierdo la noción del tiempo hasta que el venado llega a mi altura, caminando entre majestuosos balanceos con porte aristocrático y se detiene a unos metros, las almendras que son sus ojos estudiándome a distancia. Le devuelvo la mirada por más tiempo del que soy consciente, como un permiso mudo –una súplica quizás–, parece mucho más imponente contemplada su robustez desde mi posición y sin embargo su presencia es lo único que me hace sentir segura. La impetuosa necesidad de que se acerque me rezuma por los huesos y pienso que si pudiera moverme me acercaría yo misma, pero sólo me queda observar desde el suelo dentro de un cuerpo pesado como el hierro.

Sus pezuñas salvan la distancia entre ambos con pasos exhibicionistas de su esbeltez. Cuanto más se acerca más consciente soy de que lloro, más consciente soy de que sangro. Su hocico olfatea la mancha escarlata que ensucia mis brazos y reconozco su propio olor; es, de nuevo, mi salvador, el espíritu guardián de los bosques. Me lame las heridas y la avispa me hace cosquillas en la tripa. Ahora su picadura sí dolería.

El ciervo tira de mí, dándome las fuerzas para lograr abrazarme a su cuello y, tendida sobre su lomo como una carga sin vida, acaricio su pelaje, sedoso y caliente, mientras él se da la vuelta, mientras las lágrimas me arden, mientras camina hacia el horizonte, mientras me lleva hacia la luz. Alzo la mirada, los trozos de cielo salpicados de las hojas superiores de los árboles, y los párpados me pesan. Entonces, duermo. Entonces, vivo.

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